domingo, 26 de febrero de 2012

José León Suárez y Rivadavia, a una cuadra de la General Paz y de la garita policial del bajo-autopista, es uno de los sitios de encuentro más improbables de Liniers, entre el gentío apretado que avanza a fuerza de empujones y la barrera del ferrocarril, que marca los tiempos de una migración continua desde y hacia San Cayetano. Sin embargo, las citas obligadas se suceden sin equívocos y a la luz del día: comerciantes, volanteros, vendedores ambulantes y de lotería suelen ver a una de ellas o a las dos, según la hora y el frío. Algunos relatan que son hermanas, para otros sólo dos pibas que cruzan todos los días desde Ciudadela, el cordón más inmediato, para hacerse unas monedas, y unos pocos insisten con que su madre o tía “anda por ahí”, a la espera de lo que recauden. En lo que todos coinciden es en que ambas, no menos de 13 ni más de 17, “hacen cualquier cosa”, como definen al hecho de pedir monedas en los bares, corretear entre puesteros desprevenidos o siquiera pasar el día en la calle. “Y a veces se van con alguno, detrás de la calle Cuzco.” La imagen es frecuente, aun para la patrulla que recorre la zona, y la advertencia es precisa: “Si te proponen tener sexo a cambio de plata o cualquier otra cosa, llamanos al 102, las 24 horas”. ¿Pero cómo hacerlo cuando la peor exclusión social de la historia argentina es el canal de naturalización por excelencia del mercadeo de esos cuerpos?

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