lunes, 23 de marzo de 2009

fiks genio la gente

LA IGUALDAD DEBILITA AL FUERTE

Con la gente mantengo una necesaria y prudencial distancia. No sólo con personas ocasionales, sino que además con amigos, amantes, familiares y lectores. No me involucro radicalmente en sus problemas y no permito que ellos lo hagan en los míos. Es energía perdida la que se utiliza para intentar comprender al prójimo y más aun, para ayudarlo.


Como todo es subjetivo, condicionado por decenas de factores externos, una conversación profunda mantenida hoy, puede variar, en sus argumentos capitales, si mañana mi interlocutor conoce una persona de la cual se enamora. Utilizo este vulgar ejemplo entre miles, sólo para enfatizar que la seriedad de cualquier trato con alguien está sujeto a la volatilidad de factores, como un encuentro de lecho que deriva en amor, o un resfrío que presagia HIV.
Es por ello que contemplo y trato a la gente minerológicamente. No espero recibir ni me interesa otorgar; no por egoísmo sino por el convencimiento de la mutabilidad de todo.


Creo que los individuos, tan despreciables y sujetos a pululaciones hormonales, sólo existen para llenar huecos en nuestras vidas. Confiar en la conversación con un hombre es una locura; confiar en él es un suicidio.
La biología impera en el organismo, y por más racional que sea el prójimo, la aproximación del olor a hembra varía los planes de todos. Un aroma inmundo, cloacal y marítimo, trastorna las firmes convicciones o provoca cambios radicales, lo que prueba irrefutablemente la semejanza que se posee con los animales.


Resulta de todo esto que confiar conscientemente en quien sea es una estupidez que nos hará derrochar valiosas energías que podríamos canalizar en el estudio o en la concreción de nuestros impulsos. En cuanto contemporizamos con alguien nos disminuimos, y en el mejor de los casos, nos defraudamos y nos sentimos unos imbéciles.


Como tampoco pretendo ser un eremita, un émulo de San Antonio, debo adecuarme a esta realidad y permanecer alerta, pero no errático o a la defensiva, pues cuando se conoce, empíricamente, el mecanismo de los seres humanos, luchar contra él es una necedad.


Involucrarse seriamente con el prójimo, cuando hemos descubierto del vil barro del que están formados, es un retroceso: son como vampiros de nuestra realidad.
A decir verdad, conocí mucha clase de personas, algunas con ideales y metas no del todo desdeñables, pero en cuanto intentaban llevar a la práctica sus teorías, chocaban con sus sentimientos internos.
La mayoría de los varones, y esto es algo que siempre promulgué, es inferior a las mujeres, mucho más carentes de amor que ellas.


Traté con artistas muy talentosos, pero que en determinados momentos de su vida, claudican ante lo fácil, ante lo evidente y banal, que es un beso, un abrazo o un "te amo" acertado.
No digo que todos deberían ser célibes, lejos de mí semejante afirmación pontifical, pero si un sujeto se sabe y ha demostrado ser fuerte, determinado en sus acciones y pondera la realización personal por encima del hocico femenino, no puede amoldarse a tales circunstancias: si no lo hace tal vez lo lamente, y si lo hace lo lamentarán aquellos que le otorgaron su confianza y que lo situaron en un pedestal; pedestal que ahora se encuentra humedecido por efluvios vaginales.


El trato con el prójimo debe ser distante: ser testigos de la vida es más ventajoso que ser un vulgar mimo escénico, expuesto al aplauso o al abucheo de un público aun más ignorante.
Las relaciones humanas son, en la mayoría de los casos, un fastidio. Cada vez que encuentro a alguien sumido en compromisos sociales no puedo más que experimentar lástima. Ostentan la cadena que los amarra a sus semejantes como si fuese un ejemplo a imitar; la ecuación que se realiza en sus prosaicas mentes es la siguiente: vida social igual a persona interesante.


La ridícula premisa de buscar un compañero de vida para afrontar las adversidades me parece, no sólo cobardía, sino necedad. Semeja a dos prisioneros, cargados de cadenas, que intentasen escapar juntos de su presidio: en sus esfuerzos por ayudarse mutuamente harán más ruido que si estuviesen solos en la empresa, y es muy probable que si uno de ellos es capturado, sea bajo promesas o torturas, confiese el destino de su compañero.
Así está conformada la solidaridad en este valle de lágrimas: una mentira que dos sujetos se prodigan sabiendo, no obstante, que siempre serán descubiertos.


Desde muy temprana edad comprendí que la gente sólo sirve para ser utilizada. Entregarse ciegamente a alguien es justamente eso: ceguedad. Los que se dejan guiar por su corazón merecen ser traicionados, merecen sufrir y ser pisoteados, porque toda decisión tomada con los sentidos es engañosa, pese al manto cupidesco que la envuelve.


No conozco ninguna pareja que haya sobrevivido en el tiempo con el mismo brío que al comienzo de su relación; se me dirá que es un desgaste obvio, pero yo diré que no tengo porque desgastarme por nadie ni compartir mi horizonte.
Que los lugares comunes de la vida sean para las personas comunes, que por cierto son aquellas que padecen los engaños menos comunes.
Los seres humanos ingresan en la existencia creyendo que algo grandioso los espera, y entusiasmados corren en busca de un compañero para contarle la gran "novedad". ¿El resultado? La "novedad" viene trasmitiéndose desde el paleolítico y nunca sorprendió a nadie.

Es muy típico que las parejas proyecten y luego salgan a enfrentar la vida como si fuesen gladiadores, y en verdad lo son: mueren inútilmente en un combate que sólo entretiene a aquellos que cómodamente miramos desde la altura del Coliseo.
Con ilusiones se impregna la boca necia del macho y el oído melifico de la hembra. Pasan largas jornadas diagramando su destino, al cual creen que alcanzarán mediante logros y merecimientos que la vida les reservó de manera singular.

A veces los humanos continúan creyendo en la letanía del reptil: "seréis como dioses","seréis como dioses". Les gustaría que fuese así, pero merced a la corrosión física y mental que los esfuerzos traen aparejada, semejan más un mandril que una deidad.


Otro tópico determinante para tener en cuenta, en las relaciones de pareja, es lo biológico: más precisamente los olores. Ellos comulgan para que la compañía de un ser humano sea aun más detestable.
Con la inteligencia que poseo, seria muy idiota si tuviese que adaptarme y aceptar, por ejemplo, el aliento a pizza de mi pareja sólo porque la infeliz disfrutó de su cena.

¿Por qué debo padecer, aunque sea en lo más mínimo, por el placer de otro?
¿Me hará una mejor persona aceptar su aliento culinario? ¿Algo cambiará, merced a mi sacrificio odorífico, el transcurso de la vida? ¿El amor desinteresado hizo de este mundo un lugar mejor? No, definitivamente no.
Es un precio muy caro el que se paga por compartir; demasiado sacrificio sólo para tener un receptáculo en donde colocar mi pene.


Yo no quiero dar placer, no necesito que me amen ni que me agradezcan. No quiero ser héroe ni villano en las fantasías de nadie; no quiero dosificar mi tiempo en compañía de otra infeliz que imagina que el Edén del Amor Eterno se halla a pocos kilómetros de su casa.

Cualquier sensación real para con alguien me parece un suicidio. Bastante carga es uno mismo para que además otro sujeto nos quiera atar o bien "dejarnos ser libres" ¡Yo no necesito de nadie para derribarme o erigirme! ¡Sólo de mí depende mi ruina o mi grandeza!


Ahora bien, convencerse a priori de algún romance alocado es algo muy loable. Todo lo que sea artificio es correcto, todo lo que sea parte de un juego de nuestras mentes y no realidades de nuestro corazón, es aceptable.
Yo hice grandes locuras por "amor", pero no por afinidad a la persona, sino por afinidad a la locura. Amar el fruto sí, pero ¿qué importa la raíz que lo germinó? Si esta fuese tan importante no estaría hundida entre estiércol y gusanos-lugar de las tumbas-.

Yo no amo a las personas, sino que amo lo que producen en mí, priorizando únicamente mis sensaciones presentes, pero nunca el vacuo resultado.
No amo a la mujer que ilusionada toma mi mano y cree que algo nos diferencia de la manada hormonal de los mamíferos.
Amo el predicado, no el sujeto.

También hay que priorizar, en las relaciones humanas, la traición.
La traición es bella porque sitúa al hombre ante una plétora de sensaciones que la lealtad obstaculiza.

Judas, el traidor por antonomasia, posibilitó que el mundo creyese que un carpintero es el redentor universal. ¿Qué hubiera sucedido si el Cristo no hubiese sido entregado? La humanidad le debe toda su fe a la traición.
Los actos no deben ser catalogados en el orden moral-que es subjetivismo geográfico-, sino en el orden personal, en las sensaciones que nos acarrean.


Dejar que alguien muera en la Cruz o robarle la pareja a un amigo son actos disímiles en la forma pero no en el fondo: en ambas situaciones el traidor logra quebrantar la estúpida rutina diaria y puede impregnarse de sensaciones nuevas.
Si realizamos únicamente lo que se espera de nosotros viviremos bajo el yugo de la mirada ajena; las cadenas deben ser rotas con violencia, porque esta vida no sólo es tediosa, sino que además es breve, y si en ese pequeño lapso de suspiros no buscamos nuestra propia satisfacción, inmolando a quien sea, los únicos inmolados seremos nosotros.
La traición no nace de la venganza o de la maledicencia, sino del asco hacia la vida: es fruto de la desesperación para escapar de la monotonía.


La ley en ocasiones puede castigarnos, pero no olvidemos que esa hipocresía jurídica fue inventada por aquellos que pisaron los derechos de los demás.
La decisión deliberada de traicionar no debe ejecutarse con entusiasmo infantil o vanagloria geróntica: traicionar al prójimo, a ese ser que en la mayoría de los casos es miserable y cobarde, debe ser una manifestación natural, una pulsación orgánica, un ejercicio vital.
Porque el individualismo lo es todo. Vivir únicamente para nosotros, regocijarnos en los propios éxitos y fracasos sin cotejarlos con otro, porque el otro es sólo un mobiliario de una escena presente.


No se trata del indiferentismo soberbio del genio o de la arrogancia tonta del defraudado por la vida, sino de una actitud radical frente a la existencia.
No debemos estar sujetos a definiciones: lo único que importa es vivir a nuestra manera, intensamente, sin medir consecuencias, sin añorar o anhelar.
Siempre creí que la gente tenia algo para ofrecerme, no meras ilusiones proyectivas de lo que querrían ser o nostalgia idiota de lo que fueron; siempre aguardé que alguien viviese el día a día en una cuerda floja y tuviera la inteligencia para narrar lo que se experimenta, pero nunca hallé a una persona de tales características, a lo sumo imbéciles que sufren por el ayer o se agitan por el mañana, pero que viven su presente en un eterno vegetar.


La mayoría de las personas que conocí, o están enojadas con la vida pero nadie las escucha, o tienen la posibilidad de expresar su ira y no lo hacen. Y como corolario poseen la fealdad: estigma de la inteligencia.
El sujeto atiborrado de talento que debe trabajar todo el día y se queja de no tener la posibilidad de manifestarse, merece su realidad. No debería tener códigos ni moral, debería imponerse ante todos y no buscar consuelo en una misma persona frustrada como él -que por estar en análoga condición, lo comprende-.
Por el contrario, su situación debería llevarlo a pisar a los más débiles y traicionar a los más fuertes.
El oportunismo es el único talento que hay que poseer en estos tiempos que corren. No se puede ser tan ingenuo como para creer que las cosas se merecen o las buenas acciones son recompensadas.

La teoría del fracasado bonachón que dice: "todo lo que va, vuelve" es risible.
Al cielo se lo toma por asalto, como a las grandes ciudades y a los grandes botines. Todo lo que tiene valor ante nuestra mirada debe ser arrebatado. Todo lo que brilla es oro. Uno golpea la puerta cuando esta dispuesto a esperar, pero cuando se quiere avanzar hay que derribarla, siempre erigiendo el estandarte del desprecio. Porque el único desprecio que no puede ocultarse y que de alguna manera sacraliza a quien lo experimenta, es el desprecio hacia los hombres. Cualquier compañía es preferible y más vivificadora que la de un ser humano, aunque éste posea la díptica bendición de no ser feo ni estúpido.

El solo hecho de ser, de manifestarnos de la manera risible en que lo hacemos, debería avergonzarnos. Respirar es aceptar la farsa, querer convertir esa farsa cotidiana en motivo de orgullo, es necedad.
Los viejos son los más lamentables porque son los más “sabios” en materia de vida, de aferrarse a ella y de sermonear desde el Sinaí de sus deyecciones. El viejo es quien merece el mayor de los rechazos, porque fue artífice de generaciones idiotas e improductivas, porque es testigo y cómplice del desarrollo de nueva vida; el viejo es culpable porque no sólo aceptó la ridiculez de la vida, con todas sus visibles contradicciones, sino que fomentó nuevos seres y ahora, desde el albañal de su ancianidad, da consejos a todo aquel que quiera escucharlo, guiándolo, con báculo maltrecho, hacia los yermos prados en donde vegeta.
El viejo inmundo, con olor a momia, que sonríe y ostenta sapiencia, es la imagen terrenal de lo que significa la vida: desprecio.
El viejo es el horizonte que respira y que nos muestra el sendero de la perdición: convertirnos en ellos.
Aceptar a los viejos es aceptar la resignación de vivir.
Porque los ancianos representan el triunfo del amor, y el amor es oprobioso y esclavizante, motivo de calamidades en todos los órdenes para quien lo padece; el amor no sólo nos hace dependientes, sino vulnerables; no sólo satisface deseos inmundos de cloacas corporales, sino que además genera la mayor de las aberraciones: el nacimiento de una nueva vida.
Bajo el manto del Amor Ideal se esconde la Decepción Real; detrás de la ceguera cupidesca, la terrible visión de lo que ese sentimiento excreta: un hijo.
La cuna y el lecho del anciano son lugares malditos, aposentos de perdición, tálamos infaustos que cobijan, entre sábanas y mierda, la semilla y el fruto maduro de un mismo árbol despreciable.


Amar a un monito cuasi amorfo, que llora y exhala olores, que molesta con su presencia inútil y estéril; un feto desarrollado que sólo vive porque el hombre necesita tener algo propio, ya que ni su propia vida decidió, es despreciable.
Un pene erecto, un cartílago bobo sólo pudo ser responsable de semejante idiotez; y el viejo derrotado, que harapea sus restos por los pocos días que el calendario le obsequió, es una carga fatua e innecesaria: en ambos casos debemos aceptar la realidad, porque no poseemos la fuerza para cambiarla, y la aceptación es la virtud de los esclavos. Cualquier tipo de aceptación es una claudicación.


Los niños y los viejos son los puntos medulares del desarrollo de la vida: inutilidad, excrementos y dependencia.
Con los niños el hombre se convierte en idiota para entretenerlo; monigote de feria, payaso de tiempo completo, debe mantener divertido al hermoso fruto de su amor; con el viejo sucede lo contrario: adopta un aire serio, de entendimiento y orgullo al ser bendecido por la mano rugosa. En ambos casos el hombre, como a lo largo de su miserable vida, debe impostar: con el niño se hace el idiota, con el viejo se hace el sabio.
Lo que sucede es que el sentido de la vida, si es que posee alguno, es torturante. Esfuerzos, peleas, alegrías zoológicas, mentiras pasionales y finalmente, si algún accidente, enfermedad o tragedia, no nos acaeció, llega la vejez y la muerte. Morir es lo único positivo de este rosario calamitoso, porque morir es olvidar, pero todo lo que precede a la defunción es memoria activa, recuerdos del ayer. ¿Puede existir mayor tortura que saber, cada día, que vamos perdiendo algo? Sea dientes, amigos o agallas. No importa. La vida es una pérdida conciente, que concluye con la pérdida capital: nosotros mismos.



Rebelarse contra semejante acontecer, primordial desde todo ángulo, es necedad. Si bien no podemos cambiar el desenlace idiota y vano, sí podemos no ser parte de todo ese carnaval infausto. No debemos contribuir con nuestros actos en la gran Mentira.
No se trata de vegetar, sino de evitar el entusiasmo borreguil y los sentimientos prolongados. Hay que escapar de la farsa, evitando a los farsantes. Si el circo quiere dar sus funciones, contemplémoslo en lontananza. Sin aplaudir sus bufonadas y sin admirarnos de su magia tonta y predecible.
Porque la gente acostumbra suspirar por el ayer y vanagloriarse de lo que fue. Todos poseen heroicos pasados para narrar, pero sus presentes son miserables y aburridos. Predican desde la reminiscencia, y creen que el haber vivido les da una égida para ser respetados. Al diablo con sus añoranzas! Lo único real es el presente, lo que uno representa ahora: el resto pudo haber sido un entredicho o mera suerte, pero pasó, ya no es. Al no poder sostener nada en el hoy, porque física y mentalmente son despojos, semejan fabuladores.

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